Nada mejor para el fin de semana que irse pensando en si la normalidad es algo objetivo o, si por el contrario, depende de la percepción de cada uno. Desde aquí nos inclinamos por la segunda opción, ya que, como casi todo en esta vida, y según he ido aprendiendo a lo largo de los años, los acontecimientos y sensaciones cambian según quién las perciba. Por eso, cuando alguien intenta catalogar algo de normal y pretende que los demás comulguemos con ruedas de molino, no puedo más que echarme a temblar, porque no hay algo más peligroso en la vida que intentar analizarlo todo con el mismo tamiz.

Ustedes se preguntarán a qué viene tanta filosofía a estas horas del día. Aún quedan cerca las manifestaciones de un destacado líder político (no diré el nombre para no hacerle publicidad electoral; por cierto, quien quiera saberlo, que busque en las hemerotecas, no le costará hallar la solución) en las que se definía como una “persona normal”, con las inquietudes y preocupaciones de una “persona normal”, y que daría soluciones para la “gente normal”.

Ante estas afirmaciones, no puedo más que preguntarme cuáles serán esas inquietudes “normales”, y si tendré las mismas que él. Porque en caso de no ser así, ¿acaso no soy yo una persona normal? ¿Acaso los que no pensamos como él debemos considerarnos anormales? ¿Acaso puede definir este candidato lo que es normal y lo que no? Porque desde estas líneas podemos asegurar, sin temor a errar demasiado, que una gran mayoría de la sociedad española presenta unascandidato a la presidencia del Gobierno que mida sus palabras antes de sugerir que la gente que no piensa como él no somos normales.