Las personas humanas que no son de natural deportistas, ni tienen esa dosis de capacidad de sufrimiento necesaria entenderán porque nos odiamos a nosotros mismos cada vez que con muchas ganas, poco entrenamiento y ningún fuste, emprendemos una de esas rutas de senderismo de las que todo el mundo de boquilla está dispuesto a hacer, que alucinan cuando ven las fotos, pero que por voluntad propia cuando ven la dificultad del asunto renuncian sin mayores remordimientos.

Nosotros somos tan tontos que a pesar de sufrir lo indecible, incluso días antes de emprender la excursión a ninguna parte, somos capaces de hacerlo aún sabiendo que será una tortura china. El caso es que a medida que nos falta el aliento y nos fallan las fuerzas, comenzamos a preguntarle a todo el que vemos bajar si vale la pena seguir a ver si nuestros compañeros de ruta se dan cuenta de la gran estupidez que estamos haciendo. Pero las personas que están de vuelta son tan felices de haber pasado lo peor que nos engañan vilmente diciendo que arriba hay unas vistas espectaculares o un lago de ensueño, así que seguimos sufriendo, y subiendo, y sufriendo.

En cada parada nos entran unas ganas negras de parar y quedarnos con nuestro libro a esperar a los inconscientes que quieren seguir sufriendo, pero un rastro de estúpido orgullo nos impide abandonar, así que hasta la cima seguimos preguntándonos a nosotros mismos la necesidad que tenemos de padecer y pasar tanta calamidad PA’NA.