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Las lentejas en la Grecia Clásica
Juan Esquembre, 07/09/2004

Este verano de holganza ha vuelto a poner a Grecia en el centro de la atención mundial, aunque no precisamente por los motivos que ya lo hizo hace ahora 2.400 años. No deja de causar cierta inquietud que en el campo de la técnica, de la preparación física y del deporte hayamos avanzado tanto y, sin embargo, en el terreno del pensamiento, de la reflexión y de los valores no hayamos superado todavía muchas de las marcas establecidas en la Grecia Clásica quinientos años antes de Jesucristo.

La multitud de impactos televisivos (como dicen los entendidos) desde que en el mes de Junio pasado la selección griega de fútbol ganara la Eurocopa me han llevado a la curiosidad de leer y releer los pilares reflexivos de lo que conocemos hoy como la civilización occidental o judeocristiana.

Una tarde de Julio, después de comprobar que el Papa no tiene quien le riña a pesar de los últimos documentos vaticanos sobre la mujer, la homosexualidad o el desarrollo de las células madre exclusivamente con fines terapéuticos, me encontré con Diógenes que comía un plato de lentejas.

El calor, la brisa del Mediterráneo y su nulo afán de ostentación habían llevado al filósofo griego a la puerta de su casa.

Eran entonces las lentejas plato austero por lo barato y asequible al estrato más modesto de la sociedad.

Las gentes iban y venían por las calles atenienses aliviándose del rigor de la canícula cuando coincidí con Enaendas, amigo de Diógenes y ministro del Emperador. Al observar lo que se estaba comiendo su amigo se paró y le amonestó cariñosamente:

- ¡Amigo Diógenes! Si llegaras a ser un poco más sumiso y ejercieras el arte de la adulación no tendrías que comer tantas lentejas.

Pocos transeúntes tuvieron la percepción de lo que allí estaba ocurriendo. Diógenes le miró fijamente mientras masticaba la última cucharada. Sin alzar la voz y con una leve sonrisa de conmiseración le contestó:

-¡Pobre de ti, Enaendas! Si tu aceptaras comer más lentejas no te verías abocado a la sumisión, a la adulación y a la indignidad.

Continué mi paseo y comprobé, oyendo en el pórtico a Zenón que los Estoicos no fueron precisamente los que impulsaron los Juegos.

Ahora la victoria sobre los persas no estaba cerca. Ni Bush ni Collin Powell son Milcíades. Pero en Agosto ninguno de los atletas que corrieron los 42 kilómetros entre Marathón y Atenas murió de fatiga.

En 2.494 años algo hemos avanzado.


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