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Vivir en remoto
Alfonso del Río Socio de Deloitte Legal
@AdelRio_autor
Colaborador en la impartición de distintos postgrados en la Universidad del País Vasco y en la Universidad de Deusto.
Además, compagina sus labores profesionales, con la de ser escritor de novelas de ficción en el Grupo Planeta (Destino), tarea que realiza como afición personal y con un cierto carácter altruista. Del mismo modo y con el mismo cariz, Alfonso es columnista de opinión en el periódico El Correo (Vocento)
VM, 06/04/2020

A pesar de las difíciles circunstancias, miramos a nuestro alrededor, y casi hasta conmueve que todo este caos nos haya unido a muchos bajo el paraguas de una misma preocupación. De una misma lucha. Que esté presente en todas las conversaciones, en todos los murmullos, en todas las miradas de reojo. Salvando las insalvables distancias, imaginamos con cierto estremecimiento que algo parecido a esta sensación vivirían nuestros mayores en los albores de cada nueva guerra. Esa sensación de que algo sobrecogedor nos está ocurriendo a todos.pic

Todos estamos pendientes de lo mismo. De algo que excede la importancia de lo que hasta ahora nos parecía importante.

Esta reclusión nos hará echar de menos muchas cosas, y si queremos sacar en positivo algo de todo esto (deberíamos hacerlo, porque para eso están los avatares de la vida), aprenderemos a valorar mucho las libertades y los gestos de los que ahora nos vemos restringidos. Pero lo más emocionante -si se permite el calificativo- es que esto lo estamos haciendo entre todos, y para todos. No estamos renunciando a nuestra vida habitual solo por no contagiarnos, sino
sobre todo por no contagiar. Ahora el centro del mundo son nuestros Mayores y los Enfermos.

Palabras que temporalmente deberíamos permitirnos la licencia de escribir con mayúscula.

Sobre todo cuando muchos de esos Mayores nos ayudaron a salir de la crisis de 2007. Cuando
pensamos que estamos recluidos no para protegernos a nosotros sino para protegerlos a ellos, deberíamos insuflarnos de ánimo y cierto orgullo. Un orgullo que está por encima de opiniones, banderas o naciones.

Es reseñable la abundancia de chanzas que nos llegan estos días (repetidas y por innumerables fuentes a la vez). Se ve que, por nuestro carácter, no podemos resistirnos a tomarnos todo con humor. Pero lo que no podemos hacer es tomárnoslo a broma. También nos llegan ingentes propuestas de planes para aprovechar el tiempo en casa: recomendaciones de libros, revistas, documentales o actividades de interés. Y, sinceramente, dudo de que nos dé tiempo a hacer ni la mitad de las cosas que estamos valorando acometer, si solo estamos atentos al móvil para ver qué tontería nueva nos ha llegado. No puede ser que estemos todos en casa mirando la pantalla, sin mirar al de al lado. Porque está muy bien que la tecnología nos acerque a los que están lejos. Pero no puede alejarnos de los que están cerca. Muchos están viviendo estos días como esas primeras jornadas de enero en las que te apuntas al gimnasio, a la academia de idiomas, a kárate y violonchelo. Demasiadas pretensiones cuando lo primero a lo que hay que apuntarse es a vencernos a nosotros mismos.

Junto a tanta chacota e imprudencia, también estamos viendo rayos de esperanza. Gente que se ofrece a ayudar a otra gente. Y es esa disposición de la que sí deberíamos contagiarnos. De esa generosidad.

No estamos de vacaciones. Si estamos apelando a la generosidad, debemos saber que esta virtud también contempla una responsabilidad social. No podemos parar. Toca arremangarse e intentar pelear para sacar adelante nuestros trabajos y ocupaciones. Como han hecho en China. Como está haciendo ahora nuestro personal sanitario, al pie del cañón. ¿O vamos a dejarles a ellos peleando y nosotros olvidarnos de sacar esto adelante? Y no solo a ellos: también a muchas otras personas de otros sectores que necesitamos que sigan activos y cuidándonos durante este trance.

Porque nos estamos jugando vidas y la salud, y eso es lo primero. Pero también nos estamos jugando la sostenibilidad de una sociedad y una economía: pervivencia de empresas y mantenimiento de puestos de trabajo. Y eso, como mínimo, debería venir justo después. Y ya que unos están peleando por lo primero, a otros, desde la retaguardia, desde nuestros puestos de trabajo o desde nuestras casas, nos tocará pelear por lo segundo.

Cuando acabe esta guerra, todos los que han estado en el "frente", querrán volver a un estado de bienestar que pueda garantizarles lo que se han ganado. El golpe en la economía va a ser incalculable, hoy por hoy. Pero depende de nosotros que podamos pelear por no encajar una goleada. Depende de nosotros que este paso atrás, no sea sino para coger impulso. Depende de nosotros que cuando derrotemos esta crisis -que derrotaremos-, estemos lo suficientemente vivos como para seguir remando. Para seguir sacando empleos, empresas y hogares -en definitiva, personas- adelante. Habrá muchos que por su tipo de trabajo no puedan hacer demasiado estos días. Pero habrá otros que sí. Aprovechémoslo todo lo que podamos. Y hasta que podamos. No sabemos lo que vendrá, pero hasta que llegue -hoy, ahora-, nuestra obligación es no guardarnos nada.

Porque la responsabilidad social, supone pensar en el de al lado no solo a nivel personal, sino también a nivel social. Y económico. Porque eso también es generosidad. La generosidad anónima, no para con alguien concreto sino para con la sociedad. En la que no cabe un agradecimiento de vuelta, más allá de un aplauso colectivo a nosotros mismos.

Porque dicen que aún no hay vacuna para esta crisis. Pero sabemos que hay un componente que sí funcionará. A todos los niveles. Y es la de la lucha conjunta. La de la generosidad.


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